Oí a cierto psicoanalista, en un noticiero radiofónico, hablar sobre la posibilidad de una relación amorosa sin dolor, contrariando a la audiencia que en mensajes de facebook y twitter, asumían que el amor equivale a sufrir. No es que no esté de acuerdo con el psicoanalista. Sin embargo, los demonios de la razón nos hacen caer en aberraciones; por ejemplo, nos llevan a creer que mientras más empeño pongamos en una empresa amorosa, más merecimientos o credenciales tendremos con la persona deseada. Razonamiento lógico más ingenuo.
Conozco a un idiota que cortejó por siete años a la misma mujer, sin quedarle otra cosa que las lágrimas como bien versaría Gustavo Adolfo Bécquer. Somos química sináptica, desgraciadamente; patrones conductuales que seguimos de forma inconsciente, los cuales son accionados por la memoria. Y la memoria ¿qué es sino una serie de secuencias cinematográficas a las cuales extendemos, cambiamos de perspectivas, añadimos rostros, colores, luces, sombras, para sentirnos, otra vez, en casa?
Robo lo que amo, Dylan dixit. (Y yo de mal pensado: Sealtiel Alatriste no es plagiador, sino un gran amante).
Así, en pleno uso de mis facultades hurtadoras y memorísticas, imagino que el amor perfecto se resume en las palabras de Lazslo (Humpdrey Bogart) en el final de Casablanca: “Esto puede ser el comienzo de una gran amistad”: el hombre fuerte y valiente capaz de sacrificarse por una mujer y que además toma una filosofía de que quizá lo más hermoso de la vida sea el acontecimiento que se agazapa eternamente, para nunca atacarnos. No sabremos cuántas veces Lazslo regresó sobre sus pasos en la mente o si se ahogó entre copas de ron la noche en que dejo ir a Ilse (Ingrid Bergman), en alas de un avión; mejor decir, no sabremos cómo es que la realidad saltó en el rostro de Bogart, porque no hay duda que ésta lo apresó con sus fatales garras, al cabo del filme. No obstante, especulamos. Casablanca es una obra de arte y como tal, hallamos en ella, sólo en ella, su sublime razón. Alvie Singer dirá que en el arte tratamos que las cosas salgan perfectas, porque en la realidad es imposible. Efectivamente, Annie Hall nos coloca en el terreno de los miserables y de la infelicidad, en el sincero e ingenioso testimonio de un neurótico comediante (Singer-Woody Allen) que nos refiere su historia de amor- desamor con la mujer que da nombre a la película de marras, interpretada por Diane Keaton. En ésta, Allen da en el clavo de las relaciones humanas: “Seems like old time”. Queremos estacionarnos en tiempos felices. Extrañamos el pasado, como codificamos racionalmente la peligrosidad del fuego o las fuerzas de gravedad. Somos humanos. De no ser así viviríamos follando, explotando nuestras posibilidades físicas, como tampoco no dominaríamos nuestro miedo a las llamas para cocinar o como igualmente tardaríamos en comprender, tras muchas fracturas, que todo lo que sube tiene que bajar. Nuestras caídas son cerrazones cerebrales. ”Te pareces a Nueva York, eres una isla”, le dice Annie Hall a Alvie Singer, cuando ella no acepta la propuesta matrimonial de éste. Tras el término de una relación, nos erigimos como los únicos que perdemos algo. No aceptamos que las cosas son como deben ser y no como uno quiere. No aceptamos. Todo fuera como la relación de Clementine (Kate Winslet) y Joel (Jim Carrey) en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos. Al fin, somos jodidos seres humanos que buscamos paz mental. ¿Y qué si nos hartamos algún día el uno del otro? La felicidad no se da en racimos. Vale apostarnos absurda e irracionalmente. Al fin de cuentas, las relaciones humanas se parecen a los huevos imaginarios del hermano de Alvie Singer que se cree gallina. Si no entendieron, aconsejo que vean la película.