Érase una vez en París a la medianoche que un neurótico se redimió

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Woody Allen es el octogenario más joven; su lucidez artística y transparencia discursiva evocan a las del escritor Jorge Luis Borges con el que guarda afinidades existenciales en su manera de concebir la creación. Los dos son grandes fabulistas sobre la obra de arte y sobre su incidencia en el fluir de la historia, los dos delatan la misma moraleja: el arte, a lo sumo, aspirará a ser vida, así como un tigre de palabras supondrá sólo a un felino feroz o un aventurero de transparencias celuloidales apenas arañará la concepción del hombre sobrehumano. Si es que el arte no es la vida, tampoco nos salvará de su tragedia; queda ser parte de su acerba y reconfortante gloria.

Sin embargo, para Borges, el ser que caminaba por las calles bonaerenses y que gustaba de la prosa de Stevenson, la literatura era uno y lo mismo. Borges y Borges, siguiendo cada uno un extremo del listón de Ariana, se interceptaron en algún punto del laberinto hecho por Borges, hábil y artificioso constructor —quien también es uno y el otro—  para convertirse acaso en Borges “lector agradecido”, que más que gozar de una renombrada erudición, “es un sentón de motivos más acumulados que realmente asimilados” como sentenciaría Claudio Magris con objeto de la muerte del escritor argentino. Fuera de la multiplicidad de personajes que asegura la inmortalidad cuántica, Woody Allen, el amante del jazz y de la Gran Manzana, confía su existencia en sus dos órganos favoritos. Dejémoslo a él, el de sus sumas y lascivas preferencias. Alabemos al brillante cerebro de donde brota la nueva panacea fílmica.

En Medianoche en París, Allen elabora una fábula sobre lo viejo, sobre lo que espacial y temporalmente no nos pertenece y que nos es conferido por la nostalgia y la admiración, ni más ni menos. Gil Pender (Owen Wilson) es un rebelde escritor que en lugar de verter sus ideas en un guión hollywoodense, cuyo objeto será la pura vendimia, decide escribir una novela sobre una tienda de recuerdos. A punto de casarse, viaja, suegros metiches incluidos, con su prometida (Rachel McAdams), a la ciudad de las luces. En una de sus caminatas nocturnas por el macadam parisino, a las que su novia harto sofisticada prefiere no ir, Gil Pender se extravía, pero, a la vez, encuentra la arista donde tiempo y espacio se abren para concederle un alivio a su nostalgia: un carro de los años veinte lo conducirá hacia el París en que toreros, pintores, cineastas, escritores, músicos, pintores estaban en perenne juerga.

El escenario parisino en este filme de Woody Allen se acerca al Nueva York de películas suyas como Annie Hall o Manhattan en que se edificaba un tipo de palacio particular y artístico como ningún lugar en la Tierra, una isla cerrada y de neuróticos, que se musicalizaba grandilocuentemente con Gershwin. Muy, muy lejanamente se oía el detestable batir de las palmeras la California, a la que regresará Gil Pender para casarse. Ese París de los años veinte está imbuido doblemente por ese cariz; ahora no son únicamente las fronteras de espacio las que impedirán que el émulo de Allen sea infeliz; la estructura temporal ofrecerá un doble candado que protegerá al protagonista en su llegada a la Edad de Oro. ¿Qué importa el 2012, si conozco a Gertrude Stein y Ernst Hemingway? Empero, el encantamiento es efímero como ver a Judy Garland en Sombrero de copa. El vértigo de “la ciencia ficción” nos dará una gran enseñanza. Mientras que una aprendiz de Coco Chanel añora la Belle Epoque, Gauguin y Degas suspirarán por el Renacimiento, Da Vinci lo hará por el Medioevo, ad infinitum, hasta caer en la primera forma humana que experimentó la insatisfacción y el paso de los años. De esta forma, a diferencia de otras películas de Woody Allen, donde el sentimiento del artista se eleva sobre todas las cosas, en Medianoche en París, existe otra especie de iluminación: una sincera aceptación de que los ideales son inalcanzables, de que la neurosis es una afectación infantil y que la hostia de comulgar se saborea en pequeñas porciones. La redención no nos llega de una vez y nos impregna hasta la muerte; nos redimimos, día a día, caminando bajo la lluvia, cuando nos mira una mujer hermosa, cuando escuchamos la música de Cole Porter, o con algún verso que escribamos y que chispeé la luminiscencia de San Juan de la Cruz. El neurótico ha aceptado, después de varias décadas, que puede ser feliz.

Veredicto: Esta es una de las 100 películas que se deben apreciar antes de morir.