Cuando hablamos de cine, solemos poner especial atención a los nombres de los actores, productores y directores, así como los estudios que están detrás de las mismas. Sin embargo, hay una parte de toda esta magia que solemos ignorar, a pesar de que sin ella no podría existir este entretenimiento como lo conocemos. Hablamos, obviamente, de las salas cinematográficas.
Curiosamente, los primeros locales especializados en este entretenimiento eran pequeños locales en donde había máquinas que funcionaban con una moneda, y el espectador veía un corto de unos segundos a través de un pequeño visor. Cuando la filmación fue lo suficientemente avanzada como para poder proyectarla en una pantalla, éstas comenzaron a desaparecer, pues las primera funciones se realizaban en casas particulares, salones de fiestas, teatros y, en general, cualquier construcción que tuviera espacio suficiente, y que además permitiera oscurecerse lo suficiente.
La primera sala exclusiva para la proyección cinematográfica fue el Vitascope Hall, de Nueva Orleans. Creado por Thomas Alva Edison, se inauguró en 1896, y fue de inmediato un éxito absoluto.
Curiosamente, estos lugares no experimentarían ningún cambio notable - cuando menos no como locales en si, pues la técnica cinematográfica siguió avanzando - sino hasta 1953, que se creó el concepto del cinema palace: salas con butacas inclinadas y en desnivel, equipos completos de sonido, telón y una sección de galería, que permitió que entraran grandes cantidades de personas, algo necesario con la llegada de las grandes producciones.
Las salas cinematográficas son un caso particular pues, si bien una película como tal es un producto, los consumidores no son quienes la adquieren, sino que éstas actúan como intermediarios, lo que los convierte en prestadores de servicios. Incluso en una época de DVD y programas para verlas en computadora, la taquilla sigue siendo vital para medir el éxito de una cinta, por lo que es una parte indispensable de todo el proceso.