The Artist. Sobran las palabras

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Este 2011 que se aboca a su fin, ha tenido enormes claroscuros en lo que a producciones cinematográficas se refiere. Hemos tenido verdaderos fiascos, como Conan, hemos padecido incontables remakes, hemos tenido que sufrir la dejadez de unos profesionales del celuloide que prefieren abonarse a la desidia antes que inventar.

Sin embargo, también hemos visto buenas creaciones. Von Trier nos visitó con Melancholia, hemos visto caer extraterrestres del cielo en Skyline, y en Attack The Block, hemos visto una auténtica obra plástica en The Turin Horse, y nos hemos deleitado con joyas que pasarán a la posteridad como El Arbol de la Vida.

Sin embargo, por encima de todas, si alguna película merece la pena ser la película del año 2011, sin duda alguna, esa debería ser The Artist de Michel Hazanavicious

Merece la pena por ser osada. Una película que no podemos decir que sea muda, pero si que adolece de diálogos sonoros, con una pantalla en 1,37 : 1, en blanco y negro; un formato, en definitiva, que nos retrotrae a los tiempos de Buster Keaton y Harold Lloyd, pero sin ese rancio color sepia (el montaje digital es impecable), sin ese sonido de una única pista, sino con todos los avances que hace que la música nos meza, nos envuelva y nos transporte a los años en que el cine era una incipiente industria que no se sabía bien por donde iba a moverse.

Merece la pena por su guión, una conmovedora historia del auge y caída de un mito del cine mudo, que no es capaz de adaptarse a los tiempos en que el sonido toma el relevo y que trajo consigo el declinar de tantos y tantos actores, muchas veces por la sencilla razón de que la voz no acompañaba.

Pero sobre todo, merece la pena por que su puesta en escena es simplemente soberbia. Hazanevicious es capaz de jugar con el espectador, sorprenderle en cada escena con un nuevo giro, impresionarlo con un nuevo descubrimiento, y alumbrarle para que no se pierda en el devenir de la narración. Y es que el director parisino, lo mismo nos muestra un ejercicio de cine geométrico con unas escaleras, como un ensayo de planos en un escenario, igual centra la escena sobre un inconmensurable John Goodman, que es capaz de lanzar una secuencia de varios minutos en la que sólo se ven pies, y todo ello, sin que la película adolezca de la falta de ritmo tan típica del cine experimental.

Más bien al contrario, los cien minutos que dura el metraje, pueden llegar a parecer cortos, pero tienen una duración adecuada. Más podría hacer caer a la película en la monotonía. Sin embargo, esa hora y veinte, se antoja un juego de emociones y sombras, de dichas y desdichas mientras acompañamos a George Valentin (y aquí hay quien ha visto un sentido homenaje a Rodolfo Valentino, el galán por excelencia del cine mundo) interpretado por Jean Dujardin.

Mención aparte merece la labor del actor francés, un desconocido hasta la fecha fuera de sus fronteras, pero que se destapa con una actuación que roza lo perfecto, bien acompañado de Bérénice Bejo, esposa en la vida real de Hazanavicious que junto con el anteriormente mencionado John Goodman y algunos secundarios de lujo (James Cromwell, Penelope Ann Miller) completan un elenco que se mueve con agilidad en sus papeles.

Una grandísima película, que (no nos cansamos de advertirlo) perderá muchísimo en formato televisivo, y que debe de volver a despertarnos el amor por el cine convertido en arte, y el arte convertido en amor, cerrando un círculo mágico de emoción y vida a mayor gloria del renaciente cine francés.