Embriagado de amor por esos feroces galgos morados

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Punch-drunk love

Mayo de 2011: el 64 festival de Cannes con la presencia de Johnny Depp, Penélope Cruz, Brad Pitt, con la mujer de labios de rémora, Pedro Almodóvar, Lars Vors Trier, y su insufrible exhibicionismo (“Comprendo a Hitler” buen título para una nueva película), pues, ha sido pirotecnia menor: chispitas de bengala y humo.* Hasta al sereno Terrence Malick ha sido vituperado por su película The tree of life: “…todo el discurso responde a esa estética, acompañada en la mayoría de los casos por una grandilocuente música sacra que le da al el asunto un incómodo aire de religiosidad cristiana, en plan promocional” (Véase el artículo “De Malick en peor” escrito por Leonardo García Tsao en el periódico La Jornada del 17 de mayo de 2011; sección de espectáculos, página 10a). Bajo estas circunstancias, recordé una película de hace 9 años con la cual Paul Thomas Anderson ganó el premio de mejor director en el 56 festival de Cannes: Punch-drunk love (Embriagado de amor en lengua española). Y como nadie celebra el disfónico nonagésimo aniversario con festines de gala -todas las trasnochadas memorables se las adjudican los años que son múltiplos de cinco- me di a la tarea de escribir sobre está gran película. Espero que este texto sea de su agrado.

*Tomar en cuenta que el presente texto fue escrito entre el 17 y el 18 de mayo; es decir aún faltaban varios días como para valorar en conjunto al festival. Debido a la cosmovisión amargada del autor, al 64 de Cannes se le atribuye una condición efímera y negativa, lo cual es, sin duda crítica infundada. Ustedes disculpen.

La tía Eli me dijo algún día un aforismo al que siempre acudo en mis momentos de suma desesperación: la locura no es una forma extraña de inteligencia. Si acudimos a nuestro gran loco don Alonso Quejana, nos quedará claro que es cierto, con todo y que la belleza de escindir el mundo, de recrearlo, a partir de un palacio de la memoria majestuoso, rebosa el corazón de esperanza, al menos mientras no abres el periódico o prendes el televisor para ver el noticiero. Lastimosa saeta al lado oscuro de la razón: la locura construye un muro que no nos permitiría establecer relaciones sociales tan necesarias para subsistir; el solipsismo por excelencia, que espanta o que da risa y que entraña nuestros deseos subconscientes de pelear con gigantes y de “desfazer entuertos”, cuando el yelmo de Membrino es una bacinica de hojalata y la pócima de Fierabrás, un menjurje mefítico. ¿Existe un sitio para “el Ingenioso Hidalgo”? ¿Dónde hallar, más que en la imaginación, a Dulcinea de Toboso, dama de los pensamientos? Otra vez, la realidad es un monstruo aforme de millones de ojos en el cielo, los otrora estrellas que trazaban la historia.

La locura plantea, entonces, un código diferente al de la lógica humana, signalogía hermética, inasible para el cuerdo; infinidad de abecedarios mentales sin una gramática: el loco oye ruidos grotescos de otro que articula un lenguaje concienzudo y viceversa. Galimatías o la torre de Babel. ¿Habrá amor entre los locos? Dennis de Rougemont en su ensayo Amor y Occidente no sólo nos responde “sí”; confirma algo que se presentía en la mitología popular: bienaventurados los que enloquecieron porque ellos conocen el amor.

Embriagado de amor, película protagonizada por Adam Sandler y Emily Watson -¿Adam Sandler sin Rob Schnaider?-, es una película de amor en tiempos de locos, cuyo género es la comedia romántica, y que por tanto sigue moldes cinematográficos y hasta arquetípicos acerca del amor. ¿Qué hace diferente y particular a la historia de Barry Egan, el hombre del traje morado? – ¿Adam Sandler sin Adam Sandler?-.

La carrera de Paul Thomas Anderson se ha distinguido por retratar a personajes que muerden esa delgada línea roja entre la cordura y la locura y que, por este motivo, han sido disgregados y juzgados por la sociedad, como es el caso de Boggie Nights y sobre todo, en Magnolia, donde la tragedia humana se multiplica en un mosaico de situaciones que desembocan en una lluvia de ranas, que son evaporación de agua de pantano o de pituita o de la trama narrativa borrosa y densa en la que sobrevive el Hombre. Si hemos de asignarle un mote a Anderson, éste sería: “el director de los desconsolados”, grupo al que pertenece Barry Egan.

Barry Egan (Sandler) es el único varón de una familia de siete hermanas, alegoría precisa de las siete plagas que aquí azotan a un pobre carijudio neurasténico, deprimido, frustrado: un haz de nervios los cuales intercambian señales equívocas y que las siete arpías roen con su asedio. “¿Por qué el traje morado?” “¿Cuándo vas a conocer a mi amiga?” “¿Por qué no sales con alguien?” “¿Por qué recoges esa basura?” “¿Qué hace fuera de tu oficina tanto pudín?” “Eres un tonto, Barry” “¿Te acuerdas de…?” Corto circuito. Un martillo hace trizas un ventanal. La locura en Barry Egan, aparte de implantar una barrera contra la lógica, también se vuelve en una protección irreflexiva a flor de piel que lo impulsa a ataques furiosos; se erige en un perro solitario que se agazapa en una apariencia torpe y bufonesca con el caos circulando como sangre. Pero no se puede vivir toda la vida desesperado. El caos es el horror antes del fiat lux. Así que Egan en un intento de establecerse dentro de una trama narrativa, de significarse, se aferra a los objetos que le da el azar: un traje morado, una pianola rota que se encuentra en medio de la calle y muchas porciones de pudín que le hacen ganar, gracias a una falla en el sistema, millas de viaje aéreo. ¿Para qué estas cosas? Artículos del porvenir que no significan; quizá sean la esperanza de ser más que un neurótico, empero nada más. Es Lena (Emily Watson) quien viene a ser el Verbo hecho carne, el agente que cohesiona los fragmentos de Barry Egan: la posibilidad del amor.

De esta comedia “romántica”-adjetivo que pasó a degenerar en “lo cursi”, en tanto que en el siglo XIX designaba a los “rebeldes”, a los “únicos”, a los “incordiantes”-, no esperemos, de ninguna manera, un ritmo amable, encuadres que resalten el amor en el fondo de atardeceres que iluminen la ciudad, ni a John Cusack, ni a Peter Gabriel entonando In your eyes; las voces suaves y melifluas ceden su lugar a una música nerviosa, de zumbido eléctrico; la imagen panorámica es desplazada por los cuadros que encierran a los personajes en callejones, en pasadizos con una puerta, en imágenes contra pared en las cuales casi nunca se avizora el horizonte; para rematar, un difuminado de colores delirantes que genera unas ansías de no ver la pantalla, lubrica la transición entre secuencia y secuencia. Como menciona el que escribió la sinopsis en la edición especial de dos discos que poseo, con todo y subtítulos en coreano: “Embriagado de amor te deja podrido, un poco mareado y vencido por una placentera y desagradable sensación”

Por otra parte, comparándola con otras películas del género, Embriagado de amor se caracteriza, por que dentro del molde fílmico, las dificultades de los enamorados no son argucias del guionista, que se sustentan, por inverosímiles que sean, a través del convenio espectador-espectáculo. Paul Thomas Anderson recurre a los más recónditos espacios de la mente, donde el primer obstáculo para el amor es la locura de uno, aunada a la que se respira en el ambiente, que igual se integra como parte de nosotros. Tomando la historia típica del amor, los amantes Tristán e Iseo se aman sufriendo, alejándose; de hecho, aman su ausencia, la procuran. De Rougemont nos dice que estas situaciones son necesarias para acrecentar la llama del amor- y para mantener los oídos en vilo de quienes escuchaban esa “historia de amor y muerte” en el siglo XI-. A comienzos del siglo XXI, no se necesitan estructurar ingeniosos planes, para mantener la pasión ardiendo. La realidad traza una trama ilógica, llena de incertidumbre, que no concede momentos de serenidad. En la noche percibimos el rasgueo del grillo, pero también la electricidad de las ciudades que nunca se duermen. Por este motivo, la creación ha pasado de moda. Bastase el que se nombre artista de tomar una foto que retrate la cáscara del mundo. Por lo tanto, el arte que rebasa las fronteras del tiempo es aquel que se apoya en la realidad como predicado del desencanto; queda en el fotógrafo-artista la voluntad de dejarnos con un hueco en el estómago. El benevolente Anderson nos inflama un poco la fe, puesto que es gracias a la presencia de Lena, que Barry Egan enfoca todos sus demonios, incluso en contra del “Hombre de las camas” – un violento vendedor de sueños húmedos y de colchones interpretado por el genial Phillip Seymour Hoffman – en pos de defenderla rabiosamente. Y es que en el siglo XXI, el amor no representa un hueco ingenioso, es presencia.