La magia de asistir al cine

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Desde que era niño, me emocionaba cada vez que mis padres o algún familiar decía vamos al cine. Significaba esa frase el desencadenamiento de un cúmulo de emociones, que comenzaban desde el hecho de tomar el periódico para explorar la cartelera, hasta la amenaza de que el que no terminara de comer no iba.

Cartelera

Recuerdo que los cines de mi niñez eran muy diferentes a los de hoy. Los boletos emergían de un rollo de cartoncillo, y tras pasar la taquilla, un boletero los cortaba y los depositaba en una urna a su lado.

Como cualquier niño, lo primero que nos emocionaba era la dulcería. No existían los combos; cada cosa tenía un precio y las palomitas eran todas del mismo tamaño. No vendían refrescos de volúmenes descomunales, té helado o Icee de limón, pero sí naranjadas Bonafina y una extensa gama de chocolates, dulces, pepitas, y otras delicias. Pero lo que más disfrutaba era esa copa de helado de vainilla y chocolate, con jalea de fresa y nuez… ¡Todo un manjar a cualquier edad! Mi abuelo solía comprar una para él y una para mí. ¡Qué bellos tiempos!

Después, entrábamos a esas salas inmensas, con cupo para dos mil personas, en las que fácilmente podía uno perderse. Algunos, como el Cosmos, tenían dos niveles, así que si un malandro ocupaba el lugar de arriba, seguro lloverían palomitas en algún momento.

No, no se parecían en nada a los cines de hoy.

Llegar temprano era una necesidad si queríamos estar todos juntos en la misma fila; no es como ahora, que puedes pedir tus boletos desde tu smartphone y elegir los lugares que mejor te acomoden. Y si llegabas ya empezada la película, era todo un triunfo poder ver si había cuatro lugares juntos, con el riesgo de que una vez que llegaras, alguien te dijera que ya están ocupados.

Cine Cosmos

El sonido no era lo mejor, pero igual se entendía. Lo que más podía echar a perder tu ida al cine, es si alguien más alto que tú se sentaba enfrente, pues en esos cines viejos la isóptica no era muy tomada en cuenta.

Ya no existen los intermedios, esos lapsos temporales surgidos por la necesidad del proyeccionista de rebobinar y cambiar carretes, y que ocupábamos para ir al baño o para resurtirnos en la dulcería. Mucho menos la permanencia voluntaria. Aún recuerdo que, cuando no había mucho dinero, nos quedábamos varias horas viendo Rocky II y III, y si llegábamos empezada la función, no importaba, nos íbamos cuando regresábamos al punto en el que comenzamos a ver la cinta.

Además, había algo que nunca se volvió a ver, y era que afuera del cine, sea cual fuera, había comercio informal vendiendo el poster, el juguete, el disfraz o la camiseta del personaje de la película.

Pero no por eso el cine de hoy es malo. El menú ha cambiado, las instalaciones son más pequeñas y el sonido es envolvente, y mientras haya palomitas y refresco, lo demás es disfrutar la película, porque de eso se trata el cine, de pasar un rato agradable en el que los problemas de la vida pasen a segundo plano.

 

 

 

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