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X-Men: Primera Generación, el patito feo que resultó cisne

Debo ser sincero. No esperaba gran cosa de X-Men: Primera Generación/ X-Men: First Class. Después de la entretenida, pero mediana X-Men: The Last Stand (2006) y de X-Men Origins: Wolverine (2009), no creí que hubiese mucho qué contar acerca de los mutantes de la Marvel. Me parecía que se trataba de otro intento de seguir explotando a la gallina de los huevos de oro, los cuales por cierto cada vez lucían menos brillantes. Y si además tomamos en cuenta que el elenco ofrecido es completamente distinto al original, mis expectativas eran más bien bajas.

Además, como lector de cómics tengo varios años sin acercarme a ningún título de la familia X (acaso estuve comprando Cable hace un par de años, sólo por apreciar el arte del dibujante argentino Ariel Olivetti), más que nada debido a la enorme lista de historias que uno tendría que leer para ponerse al corriente de la complicada mitología mutante.

Así que tras ver fotografías y avances que no me entusiasmaron mucho, de todas formas acudí a la sala de cine a ver la que (al menos hasta ese día) yo apostaba sería la última película realizada en torno a los alumnos del profesor Charles Xavier (y es que como personaje taquillero, Wolverine se cuece aparte).

Ciento treinta y dos minutos más tarde, salí sumamente satisfecho y sorprendido por lo visto en pantalla. Sin duda, gran parte de este atino radica en el regreso a la fórmula secreta, ese ingrediente principal llamado Bryan Singer, realizador de las primeras dos cintas de la saga, quien para esta ocasión la hizo de escritor y productor, asistido por los guionistas de la también sorprendente Thor (2011), recién estrenada.