Después de El Exorcista, el cine de terror ya no sería el mismo. Aún y cuando el tema del demonio en el cine podría considerarse oscuro y hasta gótico, propio de ambientes medievales y quemas de brujas, el hecho de haberlo llevado a ambientes modernos cambia la idea de los lugares clásicos donde – se supone- suceden este tipo de cosas.
La historia y su desarrollo son un abierto cuestionamiento a la idea del mal en el pensamiento moderno. El demonio elige a una niña norteamericana que vive en Georgetown, ni más ni menos que el corazón del país. La mamá es actriz sin creencias religiosas arraigadas, divorciada, intentando una nueva relación… nada fuera de lo común. El hombre que finalmente enfrentará a las fuerzas del mal si es un personaje más complejo: un sacerdote, psiquiatra, en medio de una crisis de fe.
El haber sacado la historia del ambiente lúgubre que caracterizaba al cine de terror de la época es su primer gran mérito. El haberse documentado acerca del rito y de los procedimientos que la Iglesia Católica usa en esos casos, la blindaba contra acusaciones de calumnia o falsedad. El haber expuesto la posibilidad de que el mal existe y todos podemos ser víctimas la convertía en algo verdaderamente aterrador.
Después del Exorcista se volvió lugar común que los poseídos en cine cambiaran la expresión y color de sus ojos, y que la voz se volviera casi un rugido, se blasfemara y se hicieran algunas acrobacias. Hay que decir que lograrlo la primera vez no fue sencillo, la voz del demonio en boca de Reagan se logró superponiendo voz de mujer, de hombre, zumbidos de abeja y ladridos de perro. Otra genial idea del gran Gavira.